-Hay cierta cuestión de dejar una huella en juego. Se vuelve imperioso escribir (fotografiar) cuando algo del momento en el que se escribe (fotografía) resulta amenazante. La amenaza es la misma en la dicha como en el dolor y responde a muchos nombres: es el olvido, el miedo al contagio de lo fugaz, es el límite, es el caos, la inminencia de esa revelación que no llega nunca. Intuimos que eso, lo-que no-se-puede-nombrar que nos esquiva siempre, está cerca, incluso que percibimos su aroma y escribimos (fotografiamos) para hacerlo perfume y poder dormir tranquilos.
-También está la soledad, esa soledad que ocurre dentro de uno mismo y que nos asusta, nos convence de que ya no pensamos como los que están afuera. Que si no ha ocurrido ya, cualquiera de estos días vamos a salir a la calle y no vamos a entender el idioma. Entonces por soledad escribimos (fotografiamos) y tenemos la esperanza de que a través de los días otra persona se dedique a leernos y podamos dialogar a la distancia y quizá algo del eco haya sobrevivido y también esa otra persona alivie su propia soledad.
-La epifanía de la belleza, también es una buena excusa.
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