Mil palabras - Por Esteban Peicovich

Cuando un testigo se va


Tal vez sea la primera vez que alguien reparó en él como sujeto, no como objeto. Pero se trata de él. El humilde
cilindro que, por cientos de millones, durante décadas le prestó a la humanidad el servicio de copiarla, guardar sus infinitas variaciones y sostener su memoria paso a paso, clic a clic. Que merezca un primer plano nítido y hasta el lujo de un rulo de celuloide que lo enmarque es porque justo a él, y no a otro, le tocó ser el último rollo de película fotográfica producido por la fábrica de Fuji en Holanda. Una mirada de baja sensibilidad no le daría importancia al dato. Pero sucede que el pequeño elemento lleva en su currículum un valor agregado: esta factoría fue el último lugar de Europa en producirlos. Fueron 24 años dedicados a encapsular por millones la sombra virgen, absoluta. Con el arribo de la técnica digital, el soporte de celuloide pasó a museo y ahora forma parte de la historia de la fotografía.

Que si algo es, es mágica. Un misterio que parece unido a la inquietud por entrever la realidad que nos atrapa al abandonar, semiciegos, la cueva natal. Esa amniótica cámara oscura donde pasamos 9 meses en viaje por alcanzar la photo, esto es, la luz. La pulsión por saber dónde estamos, que convierte a la fotografía en una de nuestras creaciones más bellas y patéticas. No es para nada un arte menor: nació del deseo de apresar lo perdido y de la desesperación por tener (y mostrar) la constancia de nuestra visibilidad. Ella es la semiplena prueba de que hay camino y hay viajero. Que ser y haber sido son mucho más que una conjugación verbal. La fotografía es nuestro certificado de existencia y también el testigo que nos agenda en imágenes del nacer al morir. ¿O no es ella la que da fe de que la creación nos contiene en su álbum?

En esos íntimos naipes que llamamos fotos discurre el río visual de nuestra vida. El film privado que el magnesio o el flash fijaron en sepia, blanco y negro, o color. Su fatal inocencia describe la travesía de la mariposa, el animal único que son toro más torero, la torta de la boda, el temblor del colibrí, la colita del bebe y la máscara de ceniza del muerto. Estos y millones de gestos, viajes, actos y demás manotazos de ahogados que damos en el tiempo. La fotografía fija nuestros puntos sucesivos. Y nuestros puntos suspensivos. La lágrima abuela de 1925 y la sonrisa nieta de 2006.

Ningún acto, salvo el fotográfico, anticipa de modo mágico a la muerte. Por eso nos tiembla la vida cada vez que nos recorremos en un álbum. Nos buscamos dudando frente a esos otros que fuimos y que ahora vemos trasvasados de imagen en imagen en el mutante muestrario que nos guarda. Cientos de fotos apiladas en el fondo de los ojos a la espera de que un clic traiga los pormenores de cada escena fija, de lo claro y lo oscuro de la mitología personal que la memoria, esa avara, retiene o dio al olvido.

Ante este rollo final de una época, emociona pensar en los pioneros. En Niepce obsedido por lograr fotos que pudieran tomarse mediante el simple abrir y cerrar de ojos. El llevó la utopía al origen. La retrotrajo al primer hombre que pintaba para cazar. Al recolector de paisajes y curador de las antiquísimas galerías de arte de Lascaux y Altamira. Emociona también que Daguerre sintiera que fotografiar era robarle presente al pasado. Tatuar la piel del agua (que es como hacer con luz un alfabeto nuevo). Al bucear en las sales de plata, estos dos primeros escritores de luz inventaron al niño que no crece, el ciervo en el acto de saltar, el nadador inmóvil. Sumaron ciencia a la poesía. Y supieron (y tal vez sea el único saber que importe) que "el primer animal visible de lo invisible es la luz", como lo entrevió y nos lo dijo (como ninguno pudo hacerlo mejor) José Lezama Lima, un poeta fotógrafo. Un mirador.

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