
Adriana vio esa imagen y supo, antes en el cuerpo que en cualquier otra parte, que iba a ser fotógrafa. A fines de los ‘70 empezó a registrar niños en las plazas. Y en 1982 se inició como reportera gráfica en el diario La Voz, donde estuvo hasta 1984, cuando entró a la agencia Diarios y Noticias (DyN).
En el medio de todo eso, hubo una mañana.
Una mañana de 1982, en la que habían enviado a Adriana a cubrir una manifestación donde se exigía una respuesta por los miles de desaparecidos de la última dictadura militar. Adriana –quien había entrado a La Voz hacía una semana- tenía sólo veinticuatro años y una cámara. Eso fue suficiente para poder mirar: frente a ella había una madre y una hija con pañuelos blancos sobre la cabeza, gritando su dolor y su furia por un hombre -marido y padre a la vez- que aún no daba señales de vida. Ni las daría nunca. La escena reescribía, a su manera, la imagen de Dorothea Lange: el vacío, la soledad y el asco de existir armaban su geografía en ese par de mujeres.
Adriana tomó la foto. Y sucedió el comienzo.
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